Día de la madre
Solo tengo la certeza de lo efímero, de la tarde que se acaba y el olor
dulzón de las lilas que agonizan. A los doce años le dije a Madre: Ya no
soy una niña. No voy a tener infancia nunca más. Y ella primero sonrió y
luego me acarició la cabeza con tristeza. Hoy hemos hablado,
No por la fecha mariana que nos resulta a ambas absolutamente
irrelevante. Hemos hablado como hablamos ayer. Porque nos gusta. Me ha
hecho la broma-“Llamándome el día de la madre, qué cumplida, hija”
Madre e Hija, así nos referimos la una a la otra, algo que, por mi
condición de unigénita, tiene algo de nombre propio. También una certeza
de que solo nos tenemos la una a la otra.
A mi mi madre me engendró sin ganas, me parió con dolor y me amamantó
con asco, poco tiempo. Soy, siempre lo he sabido, lo que tocaba. Sin
embargo la relación está bien, muy bien. Es distinta. Mi madre es una
esfinge que fuma cigarrillos blancos, que camina despacio y no miente.
Me dice- Siempre fuiste una niña difícil -Me dice- por eso eres una
adulta tan fácil. Porque aprendiste pronto que todo se acaba y ya vives
encarada al final, sin pataleos.
No es piadosa, no es cruel. A veces es mejor que las cosas terminen
pronto, para que no se ensucien los recuerdos y poder volver con
melancolía. No como esto, claro. Esto está durando demasiado. No
lloramos. Nunca hemos llorado al hablar de esto. Al menos, no juntas.
A mi madre sólo la vi llorar una vez, por accidente. Cuando le
comunicaron la muerte de su padre. Abrí la puerta y la sorprendí
vencida. Después, nada.
Niña de mamá, hija de mi madre que cuando me veía al borde de la lágrima
de me decía -Tienes cinco minutos para llorarlo y diez para
solucionarlo.
Hija de mi madre-¡Hay que ver lo que te pareces a tu madre!- dicen la
vecinas, por la redondez de la cara, la nariz, el dibujo de los labios y
el pelo lacio. -¡Hay que ver lo que te pareces a tu madre!-dice mi
padre, porque teme que el temple me haga piedra.
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