Amar los libros

 Coger el último libro que comprado de ítalo Calvino es la tercera edición de los escritos que publicó en diferentes diarios italianos. En el tercer volumen aparece un texto en memoria de Roland Barthes y, caminando sola por la calle me doy cuenta de que he abrazado el libro, de que lo he apretado contra el pecho, en el momento exacto, en el que por un momento he estado apunto, en mitad de Atocha, sin consciencia, de llevármelo a la boca y darle un beso. Regreso a casa, caminando sola,  por la noche pensando en mi relación con los autores, Barthes  y Calvino, y otros tantos a los que amo, no porque me gusten sus escritos, que obviamente si, pero no así.

 Es un amor más doméstico más íntimo. pienso en que, si ellos también me hubiesen estado mirando, o al menos haber tenido la decencia de estar vivos, me habrían visto crecer. Es una relación casi familiar, pero no, porque es prohibido, porque muchos de ellos eran un secreto entre nosotros. Estaba sola y ellos me acompañaban. Semper due, contradiciendo la máxima dominica. Todo contubernio, todo escándalo. -Está niña no respeta la jerarquía- y Albert Camus sonríe desde el fondo de mi mochila azul de la escuela. Miguel Hernandez, Machado, Galeano me enseñaron de qué iba la política. No me avergüenza decir que fue Pavese el primero, en una foto de contraportada, (el pelo hacia atrás, los ojos tristes, la cuenca hundida, la ceja alta, el párpado dormido,  cansados desde el fondo de sus gafas, la nariz alargada, el pómulo marcado, consumido, la barbilla partida, la mandíbula marcando la tensión de quien aprieta las muelas por las noches, el cuello largo, la nuez que se dibuja dos centímetros por encima de la camisa blanca y una corbata que ya era demodé). Yo leía una edición que contenía “De tu tierra” y “El camarada” y me llevaba por las inglés de una muchacha castaña y campesina que tenía una cicatriz en la entrepierna. Con ese texto y toda su tristezas y esa foto formal de editorial de quien no quiere salir en esa foto, fue Pavese el primero en llevarme la mano a las bragas. Fue Pavese quien definió al hombre que puede ser objeto de deseo. Pavese el suicida, Pavese el impotente, ¡qué pavada! Decir -Amo a Pavese- no es -Me gusta. Le quiero con luto de novia-viuda. Con el deseo truncado desde el germen, maldiciendo esa noche de Turín a todos los que no cogieron el teléfono. 

Amo a Barthes también, de otra manera. Como amo a Kavafis, desde el suelo, arrodillada a los pies de su butaca, escuchando al abuelo o al maestro. Calvino es otra cosa. Es camarada, compañero de juegos y de burlas, Calvino es una luz malabarista que me arranca del tedio a la carcajada, que me sorprende con algún truco de magia -está usted a punto de leer Si una noche de invierno un viajero.- que me deja otros libros de otra gente, hermano mayor, cómplice gamberro, canalla genial que me divierte. Y entonces, cuando veo que se conocen. Que mi hermano reconoce a mi maestro, que se siente como yo, tan desoldado, tan perdido frente a su silencio, siento una punzada de ternura que se me escapa en público, en la calle, como si fuese normal querer a un muerto, a dos, a los que nunca conociste. 

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