Cruzar Despeñaperros

Ya no es el camino que recuerdo. Han evitado el riesgo de derrumbe, las carreteras estrechas, sinuosas, el vértigo del precipicio, la tentación también de la caída.  

Al otro lado espera mi mar y mis higueras, mis chumbos y mis pitas, la tierra roja, inmensa y un muchacho rubio, sonriente, inofensivo. Siempre ansioso y siempre dispuesto a pasearme, a invitarme a cenar, y si el capricho, la tristeza y el vino me acompañan, a ofrecerse entero y obediente, devoto como un esclavo egipcio. 

Mi casa no es mi casa, es un desierto. Me pertenece todo el cielo abierto, es mío el sol implacable, el horizonte, todo lo que se escapa de las manos. Lo que es demasiado grande para asirse. 

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Cruzar Despeñaperros es una fiesta. Atrás se queda la estepa amarillenta, las navas, los marqueses, las infantas, esos nombres de meseta a la intemperie que saben a luto y harina de almortas, a vida, a plomo, a cristiandad obligatoria, y aparece el verde de la sierra, el olivar inmenso y otras voces, de morerías escondidas y olvidadas, Cárchel, Benalúa, Alicún, Guadíx, Abrucena, Canjáyar, Andarax...  Sigo la ruta del río en el desierto  tras dejar el pasillo de Fiñana. por el valle del Andarax cruzo dos sierras, a un lado, Gádor, después, sierra Alhamilla, detrás el desierto de Tabernas. Todos los nombres me hablan de tomates, de algarrobos, de encinas, berenjenas, se me riza la lengua al pronunciarnos con una luz centenaria de lo nuevo. Nada es de aquí y ellos no lo saben.

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